Algunas cosas sobre los juegos

El mundo se está acabando desde el comienzo de la humanidad. Cada generación tiene que escuchar de la que le precede las historias de los buenos viejos tiempos —en oposición a los decadentes nuevos tiempos— y cómo ahora las cosas ya no son lo que eran. Con la aceleración implacable del cambio cultural, el tiempo entre generaciones (que Ortega quiso establecer en ciclos de tres décadas) se acorta y ahora incluso los jóvenes se sorprenden al escucharse decir cosas como «en mis tiempos» o «en aquel entonces», mientras se dirigen a otros aún más jóvenes. «La música de antes sí que era buena música, no este ruido que escucháis ahora»; «las películas de antes sí que eran buenas, no este barullo de imágenes que os tragáis ahora»; «los libros de antes sí que eran buenos, no estas obscenidades sin sentido que idolatráis ahora». Este imperativo nostálgico se basa en el tenaz obviar dos hechos: el mundo no se acaba y, evidentemente, las cosas cambian.

En gran medida, uno de los reproches más aceptados que reciben los videojuegos es el perjuicio que le suponen a la infancia de los chicos y chicas que se han criado con ellos. La infancia ya no es lo que era, y la culpa es del videojuego. Se acusa a los videojuegos de fomentar el aislamiento: los niños ya no juegan entre sí, el videojuego es un medio unidireccional. Se les acusa de obviar rasgos fundamentales del juego: los niños no manejan reglas, ni adquieren destrezas útiles. La infancia ya no es lo que era, y la culpa es de los videojuegos: los niños no leen porque están jugando con videojuegos, los niños no hacen deporte porque están con las maquinitas, los niños no estudian porque están pegados al mando, los niños no socializan porque sólo saben apretar botones, los niños no crecen porque los juegos son —paradojas de la vida— infantiloides. Los juegos de antes, ésos sí que eran juegos.

Sin embargo, estas críticas yerran el tiro por completo.