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De la importancia de la ficción

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Descartes decidió salir a ver el mundo. Como narra en el comienzo de su Discurso del Método, quiso ver si todas las cosas que le habían contado acerca del mundo y sus gentes eran verdad, y le complació mucho averiguar que no lo eran y que quedaba en su mano forjarse la verdad acerca de ellas. Viajar y aprender idiomas, descubrió, eran las mejores maneras de derribar los tópicos. Así, no le quedó más remedio que echarse al agua.
 
En una de sus travesías, viajaba a bordo de un barco junto a un pasaje variopinto en el que se contaba un grupo de ladrones que le miraban desde la mesa de al lado durante la hora del almuerzo. El filósofo —cabe recordar su precavido lema: «CAVTE»— aguzó el oído y pudo escuchar que hablaban sobre él. Aquellos hombres, sabiéndole francés y creyéndole adinerado, discutían en holandés (treta que solían utilizar para enmascarar sus planes ante los extranjeros, raramente versados en el idioma) cuál sería la mejor manera de desvalijarlo. Uno de los ladrones proponía degollarlo durante la noche y luego arrojar su cuerpo por la borda para poder robarle sus pertenencias. Otro apostaba por estrangularlo y esconderlo bajo el catre. El tercero seguramente tramaba algo igual de truculento. Pero Descartes, que había aprendido el idioma estudiándolo en sus ratos libres, no estaba perdiendo detalle. Le invadió un justificado temor ante la posibilidad de no llegar al día siguiente. La comida terminó y aquellos hombres siguieron tramando, sin perder a Descartes de vista. 
 
Conforme avanzó el día, el filósofo fue inquietándose cada vez más, hasta que resolvió fingir que era hombre que gustaba de las peleas y la violencia, alardeando ante terceros —y aparentando no echarle cuenta al trío de ladrones, que lo escuchaba en la distancia— de trifulcas con resultado de muerte, de viajar siempre armado y de ser experto púgil. Comenzó, además, a comportarse como un lunático, con la esperanza de llegar a parecer peligroso; y, hasta tal punto logró su cometido, que los ladrones no solo decidieron dejarle en paz, sino que, además, llegaron a trabar cierta amistad, deseosos de oírle contar anécdotas sobre cráneos rotos en las tabernas de Francia.
 
Así fue, aproximadamente, como me contaron la historia. Fue hace mucho tiempo, así que no sé cuánto queda en esto de la anécdota; pero me gusta pensar que la mejor parte sigue siendo verdad.

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